En el libro de Daniel (Dn 3, 14-20.91-92.95) encontramos que el Rey Nabucodonosor, lleno de prepotencia y fiado de su poder, mandó llamar a los tres humildes y fieles a Dios, jóvenes judíos llamados Sadrac, Mesac y Abdenagó y quiso hacerlos postrar para adorar la estatua del ídolo que él había mandado hacer y si no, los arrojaría al horno encendido. Con toda seguridad y elocuencia los jóvenes respondieron: “majestad, a eso no tenemos por qué responder. Si el Dios a quien nosotros adoramos es capaz de libarnos de las llamas del horno, Él nos librará de tus manos. Y aunque no lo haga, te hacemos saber, majestad, que nosotros no adoramos a tu dios ni veneramos la estatua de oro que mandaste hacer”.
Nabucodonosor furioso los mandó atar y echar al horno siete veces más caliente de lo acostumbrado; más adelante el rey se levantó precipitadamente y preguntó a sus consejeros: “¿No eran tres los hombres que arrojamos al horno?” “Así es, majestad”, le respondieron. Y el replicó. Pues yo veo cuatro hombres desatados que caminan en medio del fuego sin que les pase nada, y el cuarto parece un ángel”. Entonces exclamó el rey: “Bendito sea el Dios de Sadrac, Mesac y Abdenagó que envió un ángel a salvar a sus siervos, que, confiando en Él, desobedecieron al decreto real y arriesgaron sus vidas antes que postrarse a adorar a cualquier dios distinto al suyo”. Iluminando la realidad que vive el mundo en este momento histórico con la Palabra del Señor, podemos concluir: no es que lo que estamos viviendo sea castigo de Dios. Dios es Padre misericordioso y no castiga a nadie. Pero sí, esta pandemia mundial nos debe llevar a reflexionar y a tomar actitudes nuevas ante Dios y ante nuestro prójimo. En cuantos momentos muchos de nosotros al igual que Nabucodonosor, nos sentimos prepotentes, creemos que nuestro poder está por encima de todo y de todos, que somos los todos poderosos, los súper hombres, que no necesitamos de nada ni de nadie. Quizás a veces hayamos pensado que los bienes materiales nos lo ofrecen todo y nos libran de todo. Cuántas veces hemos creído que nuestra seguridad está en fortificar los muros de las fronteras, o en el armamentismo, o en nuestra experiencia, o solo en la ciencia y en la tecnología, en los placeres, en los métodos, en las instituciones, en los medios y nos hemos olvidado del Dios que nos hizo a su imagen y semejanza y desconocemos a nuestro prójimo, que es hechura de la misma mano que nos creó a nosotros. ¡Cuántas veces hemos desafiado la vida y el medio ambiente! ¿Cuántas veces hemos sido indiferentes, irreverentes y desobedientes con nuestro Padre y Creador? ¿Cuántas veces nos hemos apartado de su camino y nos hemos aislado de su Iglesia, de los Sacramentos que Él nos dejó como medios de santificación, “porque no tenemos tiempo para eso”? ¿Cuántas veces nos hemos sentido superiores a los demás, los hemos despreciado, explotado, usado y maltratado? ¿Cuántas veces hemos atropellado la dignidad humana y la vida de nuestro prójimo? Nos hemos creído los todos poderosos y con arrogancia e irrespeto hemos querido desplazar a Dios de nuestra vida, de nuestra familia, de nuestras instituciones y de nuestros pueblos y hoy nos encontramos que “una sola gotita de saliva nos tiene tambaleando”. Los que nos sentíamos tan seguros de sí mismos y de todos los fortines que nos habíamos creado nos encontramos con la realidad que estábamos engañados, no éramos tan poderosos, estamos en la cuerda floja: tanto los pobres, los marginados y los ignorantes, como los ricos, los poderosos, los que gobiernan y los científicos. ¡Sí necesitamos de Él, si nos necesitamos! No somos tan poderosos, todos somos vulnerables. ¡Necesitamos a Dios en nuestra vida! Nos toca volver nuestra mirada, nuestro corazón y toda nuestra vida a Dios. Es necesario que asumamos la actitud de los tres jóvenes: Sadrac, Mesac y Abdenagó, que fieles a su Dios, en Él pusieron su confianza, por Él fueron capaces de arriesgar su propia vida y no se apartaron de su camino. Confiaron en Dios, a Él escucharon y tomaron como norma de su vida hacer la voluntad del Señor, no se dejaron infectar por el virus del pecado, de la idolatría y de la desobediencia a su Creador, que es el verdadero virus que está acabando con la humanidad. ¡Y Dios les mostró su poder, su lealtad y su misericordia! Vivimos una crisis mundial, “pero esta enfermedad no es para la muerte, sino para que se manifieste la gloria de Dios” (Jn 11,4). De esta prueba tenemos que salir Victoriosos, fortificados, renovados, convertidos y comprometidos a ser creaturas nuevas, sanados con el poder de Dios, a quien declaremos como el Único Señor de nuestra vida, en quien pongamos nuestra confianza. La crisis que vivimos no debe paralizar nuestros sueños, ilusiones e ideales nobles y dignos, sino que nos debe servir para purificarnos y fortalecer nuestra fe, nuestro amor y nuestra esperanza. Nos debe servir para volver nuestros ojos y nuestro corazón al Señor Jesucristo, a nuestros hermanos y hermanas y a toda la creación que debemos respetar, amar y cuidar. Le pedimos al Señor que nos libre del virus que afecta nuestro cuerpo físico, pero aún más, pidámosle que nos libre del virus del pecado y de apartarnos de su camino. Que volvamos los ojos a lo alto y miremos a Cristo, que, levantado en lo alto de la cruz, nos ofrece su Cuerpo y su Sangre como antídoto contra todo virus y nos lleva a la plenitud de nuestra vida, a la verdadera felicidad y a escalar los peldaños del pináculo del éxito. Ora siempre por ustedes y los bendice, Sady Pbro. |
KWMC
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